La mera mención, somera y superflua, de la representación de los trabajadores resuena en el seno de la dirección de muchas empresas como algo a lo que temer y, por ello, en muchos casos, rehusar. Históricamente, la cultura sindical y la empresarial han estado sometidas a una evidente tensión: ampliación de derechos laborales versus crecimiento económico; proteccionismo versus liberalización del mercado de trabajo. Sin embargo, los modelos sociales cambian y con ellos las profesiones y empresas. Transitar hacia un nuevo modelo organizacional, donde la representación de los trabajadores y de la empresa vayan de la mano, no es ni será ninguna quimera.
Para ello, en primer lugar, cabe aclarar dos términos que usualmente se confunden: no es lo mismo la representación de los trabajadores -que podrán ser categorizados como delegados de personal o miembros del comité de empresa, en función del tamaño de la compañía-, que la figura del o la sindicalista. Los primeros, por imperativo legal, nacen de la celebración de un proceso electoral y, por ende, mandato democrático en su centro de trabajo. Los segundos, como bien ampara nuestra Constitución (artículo 28), son simplemente personas que deciden afiliarse a un sindicato.
Así, uno puede ser presidente de un comité de empresa independientemente de si es miembro de alguna organización sindical. Porque la promoción de elecciones (es decir, la intención de constituir, tras un proceso electoral, la representación legal de los trabajadores) no nace solo de la mano de los sindicatos más representativos -normalmente, Comisiones Obreras (CCOO) o la Unión General de Trabajadores (UGT)-, sino también, y de forma ajena al sindicato, por acuerdo mayoritario de las personas trabajadoras que integran el centro.
El proceso no es sencillo, mas se erige con un propósito claro: configurar un espacio de escucha, diálogo y trasvase de información, necesidades y deseos de forma bidireccional. Pongamos un ejemplo claro. En los últimos meses, tras la implementación progresiva y aprobación de los famosos planes de igualdad, las empresas vieron cómo estos eran denegados por la autoridad laboral de forma sistemática. El motivo es que la ley exige que estos sean negociados, o bien con los representantes de los trabajadores -recordemos, delegados de personal o miembros de los Comités de Empresa-, o bien con los sindicatos más representativos. Y como la mayoría de las empresas no contaban con representantes de los trabajadores, pues no se habían promovido elecciones en sus centros, tenían que acudir a CCOO y UGT para constituir la comisión negociadora. Circunstancia que, en un gran número de casos, por el aluvión de emplazamientos que se efectuaban, era desatendida o aplazada por los sindicatos, imposibilitando, como es lógico, el diálogo y la negociación y eludiendo unos de los requisitos más básicos fijados por la norma.
Habrá, no obstante, quien discrepe y no comparta que la solución pasa por contar con, por ejemplo, un comité de empresa. Y pueden tener razón. La propia norma podría haber recogido como circunstancia excepcional que, ante la falta de respuesta de los sindicatos y la ausencia de representantes de los trabajadores, la aprobación del plan de igualdad era perfectamente viable.
No obstante, como siempre habrá déficits legislativos y le tendencia es avanzar hacia la exigencia formal y material de esa negociación con los representantes de los trabajadores, debe uno comprender que la convivencia sana entre partes se hace más necesaria que nunca. Sin ir más lejos, habrá que conocer el alcance y la solución que se da a los Planes y Protocolos LGTBI que la Ley 4/2023 («Ley Trans») exige a las empresas de más de 50 personas y obliga a negociar con sindicatos y/o representantes de los trabajadores.
Ya han sido varias voces sindicales las que han avisado de que, ante la falta de concreción reglamentaria de la norma, probablemente no puedan formar parte de las comisiones negociadoras. Así, nuevamente la existencia de un comité de empresa o delegados de personal se postula como solución prevalente: si la empresa ya cuenta con ellos podrá comenzar la negociación e implementación; en caso contrario, la inseguridad jurídica sobrevolará, como un ave malherida, sobre el ecosistema empresarial.
Son muchas las ventajas que ofrece la conformación del diálogo social a gran escala y la negociación colectiva en el seno de una empresa. Más allá de la corrección que permite y se ha expuesto en términos burocráticos o administrativos, la comunicación entre representantes y empresa ha sido clave y beneficiosa para el conjunto organizacional en múltiples ocasiones. Recordemos cómo, durante la pandemia, los famosos ERTE, negociados entre partes, permitieron la continuidad del empleo. Cómo, al final, las empresas que han apostado por la escucha activa y el teletrabajo como medida de conciliación familiar, impulsada en muchas ocasiones por los representantes de los trabajadores, han visto no solo una mejora de su productividad, sino un aumento de la estabilidad de su personal, satisfacción y rendimiento.
Con esto, sin embargo, uno tampoco puede concebir las relaciones laborales como un idilio: el conflicto es inherente a toda organización, de la misma forma que lo es a la vida. Por eso, la solución no pasa por la ocultación del mismo, sino por el modo en el que se aborda, la canalización que se le ofrece y la mediación y conciliación que se articula. Como el propio Marcelino Camacho señalaba, «el pluralismo es bueno y si discrepo con alguien, lo debato». O lo que es lo mismo, si el enfrentamiento acecha, ¿qué mejor forma de solventarlo que entre partes que fueron creadas, diseñadas y pensadas para la negociación? Ante el reto de crear sociedades sanas, la negociación y el derecho sindical se postulan como elementos indispensables: ni la persona trabajadora puede renegar del papel de la empresa, ni la empresa desoír los deseos y derechos de quien trabaja.
Un artículo de Juan Montero, asociado de ALEDRA publicado en Capital Humano.