El pasado 4 de abril de 2025 el Boletín Oficial de Cantabria (BOC núm. 66) publicó la Ley 2/2025, de 2 de abril, de simplificación administrativa de Cantabria, y cuya aprobación definitiva por el Parlamento regional unos días antes fue saludada con desbordante entusiasmo por los principales responsables políticos regionales. Según recogieron por entonces los medios de comunicación, la presidenta autonómica declaró literalmente, por ejemplo, que «hoy es un gran día para Cantabria. Aprobamos la Ley de simplificación administrativa; la gran ley de la legislatura». Con mayor fervor aún, la Consejera de Presidencia afirmó por su parte que con la nueva ley «Cantabria da un salto de gigante». Tan grande en su opinión que, sin ningún rubor, calificó la nueva ley «como la mejor del país».
No pretendo ahora volver sobre el objetivo que ha animado su aprobación, como tampoco es mi intención anotar las novedades que incorpora. Mi propósito es bastante más limitado y pretende únicamente llamar la atención sobre alguna de las debilidades de la ley, en algún caso, como ha de verse, tan sorprendente que no es nada fácil de explicar y que echa tierra encima de las calurosas declaraciones oficiales que acabo de recordar.
Seguramente la principal y más llamativa es la que figura en el Título V de la ley, sobre el régimen sancionador y, en particular, en el art. 61 bajo la rúbrica de «clases de sanciones». Este precepto, que comienza advirtiendo que las infracciones en esta materia podrán ser corregidas con multas pecuniarias y sanciones no pecuniarias, precisa que estas últimas podrán consistir a su vez y, entre otras medidas, en [el] «resarcimiento de todos los gastos que haya generado la intervención a cuenta del infractor» [art. 61.3 d)].
A poco que se observe podrá verse el tremendo error de tipificación del legislador cántabro. En forma manifiesta porque, según se cuidan muy bien de advertir otras leyes, comenzando por la propia Ley 40/2015, de régimen jurídico del sector público, y declaran en forma unánime la doctrina y la jurisprudencia, con la doctrina del Tribunal Constitucional a la cabeza, esa medida de resarcimiento, aun cuando traiga causa de una infracción previa, nunca funciona como auténtica sanción administrativa. Es por el contrario una medida ordinaria de reparación descargada de cualquier componente sancionador; sencillamente porque no busca castigar al infractor, sino únicamente indemnizar los daños y perjuicios causados con la infracción.
De modo que, sorprendentemente, con su decisión, el moderno legislador cántabro ha decidido rectificar centenares de páginas enteras de declaraciones legales, de opiniones doctrinales y de decisiones judiciales, y calificar expresamente de sanción una medida que ni los más ardientes defensores de las tesis más amplias de sanción administrativa se habrían atrevido nunca a proponer. Y que, para acabar de complicar las cosas, coloca a la Administración en una situación bastante incómoda, para satisfacción de los infractores y burla de la gestión eficaz de los intereses generales. Realmente, puestos a cuestionar el objetivo de simplificación de la ley, no es fácil imaginar una desviación mayor.
En descargo del legislador cántabro hay que decir que no ha sido el único en equivocar el tiro de su intervención. Ya antes las leyes autonómicas de simplificación administrativa de Aragón de 2021, de Extremadura de 2022 y de la Comunidad Valenciana de 2024 habían cometido el mismo y grosero error de tipificación, incluso en forma agravada. En su caso y con mayor escándalo aún, porque esas otras leyes autonómicas añaden al catálogo de sanciones no pecuniarias la obligación de restitución del estado de las cosas a la situación previa a la comisión de la infracción. Una obligación que rigurosamente nada tiene que ver tampoco con el derecho sancionador, como sabe también cualquiera que esté familiarizado con este asunto.
Para decir toda la verdad habría que añadir que todo este desafortunado despropósito arranca con el régimen sancionador incorporado en 2015 a la ley estatal 12/2012, de medidas urgentes de liberalización del comercio y de determinados servicios, que es la primera ley sobre simplificación administrativa en cometer el error, y que luego simplemente las citadas leyes autonómicas, por comodidad o simple desidia, han decidido seguir al pie de la letra, convirtiendo en norma una equivocación que, en otro caso, bien podría haber pasado como una simple anécdota o ejemplo aislado de la manía sancionadora del moderno legislador administrativo sectorial.
Aunque en esta ocasión el mal es efectivamente de muchos, no hay ningún motivo para el consuelo. Es de esperar que en el futuro el legislador autonómico se comporte con algo más de rigor y que en las materias de su competencia no caiga en la criticable práctica legislativa de reproducir miméticamente las normas de otros.
Miguel Casino Rubio es Catedrático de Derecho administrativo y presidente del Consejo Académico de act legal-Spain.
Publicado en vozpópuli.