En estos días, la actualidad internacional se escribe con aranceles, buques de guerra y crisis regionales. Lo que está pasando no es un debate académico ni un análisis a futuro: es un presente que ya está encareciendo nuestras importaciones, afectando a nuestras exportaciones y redibujando las reglas del comercio global.En un mundo interconectado, la economía y la geopolítica ya no son compartimentos estancos: son vasos comunicantes. Lo que ocurre en el estrecho de Ormuz, en el Mar Rojo o frente a las costas de Venezuela acaba repercutiendo en la factura energética, en la cadena de suministro de nuestras fábricas y en la viabilidad de nuestras exportaciones. Y en el centro de este huracán está Donald Trump, quien está moviendo las piezas del tablero internacional con una estrategia tan audaz como arriesgada: aranceles globales, músculo militar y apoyo incondicional a Israel.
Aranceles: ¿industria o ilusión?
Trump ha reinstaurado en 2025 un arancel global del 10% y un mecanismo de “tarifas recíprocas” que le permite ajustar derechos de importación país por país. El relato es sencillo y eficaz: proteger al trabajador americano y reactivar la industria nacional. A corto plazo, hay ejemplos visibles: plantas de acero y aluminio que vuelven a contratar, producción que repunta en algunos estados industriales.
Pero la evidencia de organismos como el FMI y la OCDE es contundente: los aranceles no corrigen los desequilibrios externos de EE. UU. y solo generan beneficios sectoriales limitados. Lo que se gana en acero se pierde en automoción o en electrónica, porque los insumos importados encarecen la producción. En suma: el efecto es más político que económico.
Trump, sin embargo, no busca solo “reindustrializar”. Su estrategia tiene estas capas: geopolítica: los aranceles son palanca de presión frente a China y, al mismo tiempo, frente a aliados que no ceden en inversión o estándares tecnológicos; fiscalidad encubierta: actúan como impuesto indirecto sobre el consumo, sin necesidad de pasar por el Congreso; rediseño de cadenas de suministro: no para traer toda la producción de vuelta, sino para desplazarla hacia socios estratégicos como México o Vietnam, reduciendo dependencia china; y electoral: envía a su base el mensaje de que “América vuelve a mandar”, aunque los economistas muestren reservas.
La Unión Europea, por su parte, también ha impuesto aranceles —sobre todo a los vehículos eléctricos chinos—, pero su narrativa es diferente. Bruselas apela a la “competencia leal” y a la defensa de la transición verde. La represalia china, con aranceles de hasta el 62% al cerdo europeo, golpea directamente a España, recordándonos que la guerra arancelaria no se libra en abstracto, sino sobre sectores concretos y sensibles.
Gaza, el Mar Rojo y el precio de importar de China
A esta guerra de tarifas se suma otra guerra más literal: la de Gaza. Sus ramificaciones en el Mar Rojo han disparado los costes logísticos entre Asia y Europa. Los ataques a buques obligaron a desviar rutas del Canal de Suez al Cabo de Buena Esperanza, con hasta dos semanas adicionales de tránsito y seguros al alza.
El Banco Mundial y la UNCTAD han documentado cómo estas disrupciones han restado dinamismo al comercio mundial en 2024 y 2025. Europa, altamente dependiente de las cadenas con Asia —y, por tanto, con China—, paga un recargo geopolítico por cada contenedor. La suma de aranceles y disrupciones logísticas es explosiva: no solo encarece las importaciones, también erosiona la competitividad de nuestras exportaciones, que incorporan esos insumos.
Trump, al respaldar sin fisuras a Israel, se presenta como garante de seguridad regional, pero indirectamente contribuye a mantener una tensión que encarece el comercio global. Para Washington, el mensaje es claro: la seguridad de Medio Oriente también se mide en los costes de las mercancías que cruzan Suez.
Venezuela, Guyana y el petróleo que viene
El tercer frente está en el Caribe. Frente a las costas de Venezuela, EE. UU. ha desplegado buques de guerra, en parte por operaciones antidroga, en parte como advertencia en el diferendo territorial entre Venezuela y Guyana. La clave está en el petróleo: el bloque Stabroek de Guyana ya produce casi un millón de barriles diarios y puede llegar a 1,7 millones en 2030, un crecimiento sin precedentes en el hemisferio.
Trump sabe que proteger a Guyana y mantener a raya a Caracas no solo asegura nuevas fuentes de crudo para el mercado internacional, también proyecta poder en su “patio trasero”. Es un mensaje a Pekín, que ha invertido en energía venezolana, y a Moscú, aliado de Maduro. En la práctica, es otra dimensión de la misma política: reciprocidad y coerción. Donde no llegan los aranceles, llega la flota.
Todo es geopolítica
El hilo común es claro: los aranceles, las rutas marítimas y la presencia militar forman parte de una misma estrategia de poder. Trump utiliza herramientas económicas, logísticas y militares para poner patas arriba el tablero global y demostrar que EE. UU. tiene la capacidad de imponer costes —a aliados y rivales por igual— cuando no se pliegan a sus exigencias.
Para Europa, y especialmente para España, el reto es mayúsculo. Nuestra automoción depende de insumos globales, nuestro sector porcino ha quedado atrapado en la represalia china, y nuestros puertos (Valencia, Algeciras) sufren los desvíos logísticos del Mar Rojo. Entender que cada barco retenido, cada tarifa impuesta y cada despliegue militar forma parte de un mismo guion es clave para diseñar políticas comerciales y diplomáticas a la altura.
En conclusión, Trump no solo juega con aranceles: usa la geopolítica como un todo, desde la Casa Blanca hasta el estrecho de Ormuz, desde Bruselas hasta Georgetown. Y en ese juego, las fronteras entre economía y seguridad se difuminan. Si algo nos enseña 2025 es que la política comercial ya no es cuestión de balanzas de pagos: es un instrumento de poder global.
* Mónica Sánchez, abogada de Derecho Internacional y directora del China Desk en act legal Spain.
Publicado en El Confidencial.