El aluvión de hechos constatados sobre prácticas corruptas en el entorno institucional obliga a repasar, desde un plano estrictamente jurídico, el marco de responsabilidades que afectan a quienes ejercen funciones públicas de alto nivel.
En este artículo no trato de valorar conductas concretas, sino de abordar el estándar legal que rige cuando un cargo político tiene conocimiento —directo o indirecto— de hechos que podrían comprometer la legalidad.
Así, el ordenamiento español no contempla un deber genérico de integridad; establece obligaciones jurídicas precisas, es decir, la inacción deliberada frente a ilícitos no solo desacredita la función pública, sino que puede constituir una infracción con distintos tipos de consecuencias.
Desde el prisma administrativo, la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, exige a los responsables públicos actuar conforme a los principios de eficacia, legalidad, responsabilidad y transparencia. No basta con evitar la participación directa en hechos irregulares; existe un deber de prevenirlos, investigarlos y, en su caso, comunicar cualquier indicio a las autoridades competentes.
El silencio no es neutral cuando se ejerce poder público. Así lo establece el Código Penal (“CP”) en su artículo 408, que prevé responsabilidad penal para quien, ostentando una posición de autoridad, omite promover la persecución de delitos a pesar de conocer su existencia.
A este deber activo se suman otras figuras. El delito de prevaricación administrativa (artículo 404 del CP) es aplicable a toda autoridad o funcionario que dicte una resolución arbitraria con pleno conocimiento de su injusticia.
La jurisprudencia ha extendido este tipo penal no solo a actos expresos —como adjudicaciones o decisiones administrativas—, sino también a omisiones voluntarias si consolidan una situación antijurídica.
En contextos donde existe conocimiento y se utilizan medios institucionales para proyectar una apariencia de legalidad o de control inexistente, la línea que separa la pasividad del auxilio puede desdibujarse peligrosamente. Ahí entra el delito de encubrimiento, regulado en el artículo 451 del CP.
Resulta imposible ignorar lo dispuesto en los artículos 432 y siguientes, sobre malversación de caudales públicos, que castigan: (i) tanto el desvío directo de fondos como (ii) la permisividad estructural que facilita su uso ilícito.
Cuando los mecanismos de control interno son deliberadamente desactivados o se tolera que terceros se lucren del patrimonio público bajo cobertura formal, la responsabilidad puede escalar desde lo administrativo a lo criminal.
A ello se suma el régimen de altos cargos recogido en la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, que establece expresamente la obligación de actuar con diligencia, integridad y responsabilidad institucional.
También resultan aplicables la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, que impone a sus miembros el deber de actuar conforme a la legalidad y con responsabilidad jurídica individual, y el Código de Conducta para los Altos Cargos del Gobierno y Directivos del Sector Público Estatal, aprobado por el Consejo de Ministros en febrero de 2020. Aunque carece de rango legal, establece principios de integridad, imparcialidad y ejemplaridad exigibles en el ejercicio del poder público.
Sobre el papel, el ordenamiento dio un paso importante con la aprobación de la Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas informantes sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción. Esta exige canales internos de denuncia, garantiza la confidencialidad del informante y obliga a actuar con celeridad ante posibles irregularidades.
Sin embargo, la distancia entre lo que la ley proclama y lo que la práctica permite sigue siendo alarmante. Una vez más, la legislación es clara; la voluntad de aplicarla no lo es.
Cuando las estructuras de poder se protegen a sí mismas, los mecanismos de control —por bien diseñados que estén— terminan neutralizados, aplazados o directamente ignorados.
En el momento en que el cargo público deja de actuar frente a hechos que debía conocer o frente a los que tenía el deber jurídico de intervenir, la responsabilidad por omisión deja de ser un asunto ético para adquirir plena dimensión jurídica, con posibles consecuencias penales, administrativas o disciplinarias; pero ¿qué sucede cuando un Alto Cargo descarta irregularidades habiendo asegurado que realizó investigaciones internas?
En el caso en que dichas manifestaciones se emitieran con conocimiento de su falsedad o con temeraria despreocupación respecto a la veracidad, podrían agravar la posición jurídica de quien las emite.
El Tribunal Supremo ha resuelto en diversas sentencias sobre la imposibilidad para un alto cargo de ampararse en la “ignorancia” voluntaria cuando tiene a su alcance conocer la realidad de los hechos.
El control sobre los procesos de contratación pública, la vigilancia sobre estructuras intermedias y la gestión de la información interna no son meras competencias, son obligaciones y cuando se produce una ruptura sistémica de estos controles, la responsabilidad ya no se limita a los ejecutores materiales de las prácticas irregulares, sino que alcanza a quienes permitieron, facilitaron, ocultaron la conducta irregular u omitieron actuar.
Porque cuando las normas existen, pero no se aplican; cuando el deber de actuar se sustituye por la conveniencia de callar; cuando la impunidad se institucionaliza y la legalidad se relativiza, no estamos simplemente ante una crisis de integridad. Estamos ante la suspensión tácita del Derecho en aquello que más lo legitima: su eficacia. Y si el Derecho no se cumple, no está dormido. Está muerto.
Ahora bien, no me corresponde ni a mí establecer culpabilidades concretas, pero como jurista y alguien que ama su país, sí me corresponde recordar que el marco legal vigente no ampara la pasividad.
Por Elisa Ojeda Arregui, directora de la oficina de Valladolid de Act Legal Spain.
Publicado en Confilegal.