Se está hablando mucho últimamente de los smart contracts como una evolución de los actuales contratos tradicionales. Un smart contract no es más que un contrato traducido a código. Si una cláusula de causas de extinción del contrato incluye como causas, por ejemplo, 1) el retraso del pago de una mensualidad en más de 2 meses, o 2) el transcurso del tiempo de duración del contrato, el smart contract estará diseñado para saber cuándo se ha producido uno de esos acontecimientos. Estará diseñado para esperar el pago de una cantidad prefijada en una fecha concreta, por lo que, si no se cumple esa regla, el software lo detectará. Si pasa el tiempo prefijado, el smart contract sabrá que el contrato ha finalizado y ya no realizará más tareas, simplemente dejarán de realizarse los pagos, etc.

Esto está muy bien y tiene toda la pinta de que va a ocurrir tarde o temprano. De hecho, ya existen smart contracts, si bien rudimentarios, sobretodo diseñados para entender de plazos y de ejecución de pagos; saber identificar estos hechos y ejecutar acciones prefijadas al respecto. No obstante, surge una problemática con los “contratos en código” pues los contratantes, en la totalidad de los contratos, están dando su consentimiento para obligarse de acuerdo con el contenido y la forma del contrato tradicional, conforme a una interpretación literal del contrato y, en caso de duda en la interpretación del contrato, se estará, como regla general, a lo dispuesto en los artículos 1281 a 1289 del Código Civil. El “contrato en código” supone una ruptura con estas reglas, pues las partes se están sometiendo con los smart contracts a las reglas del software que rige dicho contrato, por lo que si el software adolece de algún defecto o toma una decisión que una de las partes no había contemplado, el contrato podría considerarse anulable por existir error en el consentimiento. Podría salvarse este problema si las partes se sometieran a las reglas de interpretación del código, pero, aun así, en contratos B2C parece discutible.

Por otro lado, en los contratos venideros, además del smart contract, encontramos una nueva modalidad de entender el contrato gracias a herramientas de gestión de contratos. En este sentido, existe un elemento circundante al contrato que no se concibe como parte del mismo y es de vital importancia.  No se concibe como parte del mismo porque realmente no es parte del mismo. Nos estoy refiriendo a las relaciones paralelas entre las partes, como notificaciones, correos, etc. (comunicación), elementos probatorios como fotografías del interior de una vivienda o local antes, durante y después de un contrato de arrendamiento, por ejemplo, y muchos otros elementos que, de gestionarse todos a través de una única herramienta, solucionaría infinidad de problemas, facilitaría la comprensión de la relación jurídica entre las partes y ahorraría costes, tiempo y, sobretodo, papel.

El contrato del futuro, en este sentido, debiera entenderse como un meta contrato (una plataforma o herramienta digital), que abarque más elementos, además del documento con el clausulado que establece las reglas de la relación entre las partes. Esta tecnología unida a la tecnología que hace posible los smart contracts son el futuro de los contratos, y juristas y tecnólogos deben empezar a coordinarse para desarrollar y facilitar estas herramientas, tanto a profesionales del derecho, como a particulares.