Nos han condenado a ser felices. Vivimos rodeados de pantallas que nos dicen cómo es (y cómo debe hacernos sentir) esta felicidad. Ligera, instantánea y movida por el sentimiento, no por la razón. De hecho, no atiende a razones, solo a tendencias que, constantemente, cambian.
Lo que ayer era, hoy no. Es una búsqueda condenatoria de sensaciones ilimitadas parecida al mito de Sísifo: cuando has alcanzado la cima, bajón de dopamina y empezamos otra vez. Condenados por la felicidad inmediata, no nos hemos parado a pensar qué es lo que realmente nos gusta, nos llena y nos hace felices o, al menos, encaja en nuestra forma de vida.
La felicidad, forzosamente, no puede ser igual para cada uno de nosotros, pero al final nos dedicamos a buscarla a través de marcar check en listas que han hecho a nuestra medida influencers que parecen felices: los mejores restaurantes de moda, lugares de vacaciones que no te puedes perder, eventos efímeros… La felicidad en forma de lista, enlatada y marcada por el sentimiento de bienestar que proyectan otros en fotos, normalmente, manipuladas o tomadas por un profesional que sabe como cautivarte.
La otra cara de la moneda de la “felicidad” se denomina FOMO: el miedo a perderse algo. Esta es la nueva forma de ansiedad que nos domina y nos impide poner foco en lo que verdaderamente nos gusta o nos importa; pasando frenéticamente de una tarea a otra, sin saber bien qué hacemos o cómo hemos pasado el día. Un multitasking que te revuelca como una ola en la orilla.
Esta nueva ansiedad también inunda nuestra vida íntima y personal: en la cultura del instante y de la imitación luchamos, con muy poco éxito, a ser las personas más perfectas que podemos. Y queremos que así nos lo reconozcan incluso terceros con los que no hemos compartido una sola cervecita al sol. La llave de nuestra felicidad se la damos a personas que no conocemos y que, de hecho, en persona bien poco nos importaría lo que nos dijeran a la cara.
Vivimos hiperactivos, hiperconectados y totalmente dispersos. Cada día son más los artículos que se quejan de la incapacidad de la gente de leer un texto largo, la pérdida de atención o la imposibilidad de comprender escritos complejos. El reto del pensamiento y la consciencia contemplativa es, en esencia, lo que nos hace verdaderamente humanos y de lo que nos estamos olvidado. ¿Hace cuanto no miras el móvil? ¿Has disfrutado del silencio? ¿De un paseo en soledad escuchando a tu alrededor? ¿Hace cuanto que no te aburres?
Esta hipertopía, casi infecciosa, inunda todos los aspectos del día: respuestas rápidas, calidad que se pierde por el camino en pro de la inmediatez y la urgencia, relaciones fugaces click fácil y videos cortos dan paso nuevamente a ese subidón de dopamina y, otra vez, Sísifo se hace presente. Es agotador.
Lo revolucionario es parar. Resuenan autores como Byung Chul Han, catedrático de Filosofía de la Universidad de Berlín, que defiende que las personas nos explotamos a nosotros mismos, voluntariamente, sin coacción del exterior. Somos víctimas y verdugos en búsqueda constante de esta felicidad que nos han impuesto las pantallas. La sociedad del cansancio nos llama.
El filósofo coreano ha dedicado parte de su obra a enseñarnos que vivimos cansados por un exceso de positividad y que esta sociedad de masas y de pantallas expulsa lo distinto que es, sistemáticamente, señalado y, por ende, polarizado.
Vivimos en un continuo conmigo o contra mí, sin pararnos a reflexionar o, incluso, escuchar aquello que no nos gusta por el mero hecho de serposiciones contrarias a nuestra forma de pensar o porque provienen de personas que, a priori, nos caen mal.
Por poner otro ejemplo, José Carlos Ruiz, también catedrático de filosofía, nos enseña en “El arte de pensar” a entrenar nuestro pensamiento crítico para que frene lo inmediato y lo sustituya por una filosofía de vida acorde a nuestros valores, principios y nuestra querencia.
Nos invita a reflexionar, cambiar de cadena de televisión o leer periódicos que no son de nuestra “cuerda” y a enfrentarnos a aquello que no nos gusta. A entrenar y activar nuestro pensamiento crítico y no vivir movido por sensaciones e inmediateces. A veces hay que saber parar y, como dijo Scarlata O´hara, ya lo pensaré mañana. Porque, ¿quién no se ha arrepentido de lo que ha dicho “en caliente” y sin pensar? ¿cuánto daño han hecho esos arrebatos?
Toda esta reflexión sobre los sentimientos que están desplazando a la razón no tiene otro objetivo que retomar nuestras posiciones y ser dueños de nosotros mismos. Porque la felicidad no es un sentimiento, es una forma de vida. Ya lo dijeron los estoicos hace muchos años: si abrazas tu destino (amor fati), como venga, no habrá adversidades que puedan parar tu camino, solo aprendizajes.
Un artículo de Cristina de Santiago